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jueves, 11 de octubre de 2018

Los jardines del viento

                                 Para tía Graciela,
                                    in memoriam



              "Un jardín, una jovencita ondulante,
Una urna de vino, mi deseo y mi amargura:
Éstos son mi Paraíso y mi Infierno.
Pero, ¿quien ha recorrido el Cielo y el Infierno?"
                                          Omar Jayyam



Una escritora reconocida, en una entrevista que le hacían con un hermoso jardín de fondo, decía algo así como que le gustaban los pueblos, porque le recordaban a su infancia que tenía "pincelada" en su piel como los tatuajes, aunque confesaba que jamás se tatuaría. Yo estaba en la cama leyendo la nota por la internet, ya despierto.

Cuando dejé de vacilar, de remolinear, sin saber cómo ni por qué, pensé que tenía que hacer, en el dia, algo distinto, qué se yo, cambiar algunas cosas que venía haciendo normalmente. Dejé de lado la locura de estar lejos de todo, cerré la laptop, con el link abierto de la entrevista de la colega, y más dentro, guardado bajo siete mil llaves cifradas, mi trabajo atonal de mas de mil páginas que tenía pensado titular: "Torrencialidad en los monstruos Laiseca/Bolaño y los nostálgicos crudos Onetti/Di Benedetto: caminos divergentes bajo el reflujo barrial campesino de Arlt-Rulfo y la mirada atorrante, cejuda, distante y erudita de Macedonio, el olvido para con todos estos del olvidadizo boom cagado a pedos constantemente por la voz severa y a la vez ausente de quien no debe ser nombrado por nadie nunca más, que nos dice, pero no nos dice, que hay que leer mas mujeres y que ellas se ocupen de todos los vagos hombres que han querido escribir para no laburar. Unas cuantas conversaciones sobre el tema",para presentar en un concurso literario de pendejos.
Con una leve agitación en el cuerpo, comencé a buscar en mi mente tatuajes vistos alguna vez y a recordar personas conocidas los tuvieran. Recordé bonitas y seductoras compañeras de facultad, todos mis primos y la anécdota de mi tio para zafar del tatuaje en la marina. Luego de aburrirme recordar tanta pavada, decidí viajar.

Me levanté de la cama, me encaminé al baño, donde meé, me bañé, afeité, lavé, me miré al espejo, lavé los dientes, me vestí, me acicalé, sequé y vestí. Salí, puse la laptop en la mochila, me puse la ropa y la campera y dentro de esta, un libro de poesía, luna de antología, de los mejores poetas y también los peores, los poetas desmedrados, que me había regalado una vecina, librera, de pieza. Salí al hall, saludé y dije que no iba a desayunar ni a estar en todo el dia. Me preguntaron donde iba, pero les mostré la mirada que ensayo todos los dias cuando me miro al espejo. Oí risas antes de cerrar la puerta de entrada.
Salí al zaguán de la entrada y miré el horizonte, un camino largo me esperaba.

Vivía desde hacía años en un centro para ancianos, en la ciudad de la furia. Un geriátrico, me había cansado de estar ahi. Necesitaba campo. Aire. Otra vez. Como cuando era joven.

En bosques station, diría el cartel, vería tal vez algún conocido, del real sociedad, y cuando este se me acercase como para saludarme, haría el gesto de buscar algo, como que me sonaría el teléfono o algo y entonces me pondría buscarlo, que finguiría no haberlo visto. Y con eso el desencuentro casual. Ojo, tampoco que vendría a hablarme. Hordas de gente, que recien notaría ya subido al tren, llegarían a la feria que se arma a los alrrededores. Y nos confundirían. No había que tomarse las cosas tan en serio. Me cansaría y cerraría los ojos.
Llegaría a varela y viajaría mas allá. Hasta el final.
En el camino creo que ni sacaría el libro. Solo miraría el paisaje. Un primo estúpido que de chico me consideraba a mi tambien un estúpido una vez había dicho cuando chico del lugar, el bolivianerío.

Un hermoso sitio para estar tranquilo. Saludé a mis amigos ancianos y partí. Un enfermero me dio su sube. Cargada. Viajé.

Casas hermosas humeaban por las salamandras, y habían perdido su pintura con el paso del tiempo y la avasallante  expansión de humedad por las paredes, contados escasos alambrados por seguridad, desvencijados los más, por donde se metían las comadrejas y los perros para realizar sus travesuras, quintas de verduras trabajadas por la mano de obra dejaban ver sus plantaciones excelentemente alineadas, mucha llanura y campo extenso que mejor no transitarlo en días de tormenta eléctrica, calles largas de tierra impasables cuando la llovizna incesante las conviertía en barro, y también calles largas de asfalto con rajaduras escabrosas los dias de sol, o nubes. Recuerdo que ese dia que viajé hasta allá el cielo estaba gris. O para decirlo de otra forma, mas actual, nublado. Calidamente nublado. Era primavera. Ah, y una cosa más; porque no me gusta referirme a El Tropezón como mi pueblo, perdido, y olvidado por todos. Si no como un pueblo de todos, y esto era así porque las personas, en este pueblo, se saludaban a pesar de no conocerse.

Divago, ahora en medio del delirio frenético, un rato, pensando si era y es posible, esto de poder conocer a otras personas, si apenas puede intentar conocerse a sí mismo. Oh, las clases de Filosofía en la facultad. Los compañeros, los amigos. Y económicas, oh si. Lo mismo. Los compas y amis. Cuando queríamos conocer el mundo y pensábamos que el mundo era sólo eso.

Tiempo pasado.
Divagaciones y distracciones apuraron mi llegada a la casa de mis abuelos. Viajé hasta el final del recorrido en el colectivo 500 ramal k la colonia. Cuando bajé me di cuenta de lo que me había sucedido.

Tarde. Me di cuenta que no llevaba conmigo la mochila. Y que había dejado olvidada mi laptop dentro. Que pelotudo. Qué hacer ahora. Intentaría llamar a la empresa. Pero alguien de seguro ya había primereado todo intento vano de hacerlo. Me lamenté mientras seguía caminando. Y me salían al encuentro perros de la tierra. Mágicamente tenía la antología dentro del bolsillo de la campera.

¿Cuántas veces había hecho el mismo camino sin perder nada o sin nada que perder?

Tiempo presente.
Un dia como hoy. Era joven. El mismo recorrido de siempre. Media tarde, día de semana, dia cualquiera, salgo del aposento donde me encuentro, tomo tren, dejo atrás el viaje en colectivo y voy pasando toda la descripción mal realizada anteriormente hasta llegar a la casa, la quinta. La posada de los pájaros. Los abuelos, seguro duermen siesta. Digo a lo alto, mientras me salen perros que me reconocen, que hay que ver. La tranquera cerrada, todo lo dice: hoy no se esperan visitas. Entre semana, me lo advirtió mi madre, no es día de visita. Sin embargo, yo estoy igual. Salto la tranquera como un intruso, lentamente, silenciosamente, y me sale al encuentro, furiosos, Juancito y Pancho, los perros, "los manto negros", como si volaran en llamas. Me chumban y huelen. Juancito, idéntico a Bengi, de color clarito, que mi daltonismo aun confunde, es el que más bufa. ¡Cucha! Y emprenden su huida, que mi teoría de que están en llamas y furiosos se refuta solo por esa voz en el medio del campo, que los alertó. Quien sino que  mi Abuelo, pegando un grito que ninguna vocal me permite describir. “¿Qué haces por acá? Pasto-así me dice, porque de chico me gustaba cortar pasto-, tan temprano”. “Todo bien Abuelo, ¿La Abuela duerme?”. “Recién se levanta aquella, vamos a buscar “salamincitos”, ¿vamos?, voy a calentar el coche”. Al encuentro con mi abuela ya oigo el motor bochinchero del Golcito.  “Viejita”. “Acompañános que vamos a buscar queso y salamín a la ruta. Después tomamos mate”.
Parece que aun los veo. El viejo saca el auto marcha atrás muy despacito por temor a pisar alguno de los perros que a su vez rodean el coche y lo torean. El viejo grita enloquecido: ¡cucha!, y en un flash presuntuoso, ya estamos en la ruta como si nos fuéramos de viaje largo. “Cuánto echamos hasta la costa, Pasto”. Para crear conversación, pregunto a mi abuela cómo esta ella y cómo está el abuelo, como lo veía. Ella me reprende que el abuelo esta acá al lado, loco como siempre. Reímos confusamente y me dedico a contemplar el paisaje. El coche va a 50, tranquilo. Verde. Campo. Pájaros andando. Otros sostenidos en los gruesos cables de alta tensión eléctrica allá a lo lejos.

Se me vino a la mente G.W.Hudson. mi abuelo había ido al museo y contaba que le decían, acá en esta piedra, se ponía a pensar jatson. Aca dormía jatson.

Era joven. ¿Quién?

El puestito de salamines y quesos y miel estaba a metros de la histórica y olvidada estación ferroviaria “Buchanan”. Quise hablar del tema con mi abuelo ese dia, preguntarle sobre si era verdad lo del fantasma que se veía por las noches ahí en la estación, que me advirtió que eran todos puros bolazos de los viejos. En fin. La vieja compró el queso, salamín y nos volvimos para la casa como quien vuelve del mercado. En el camino de vuelta se pusieron a añorar viejas épocas como cada vez que alguien, o yo, iba a escucharlos. Entre sus escasos y borrosos recuerdos, el paraje era bohemio, concurrido, nocturno, en el boliche El Tropezón se armaban bailes y corajeadas y venían algunos cantores como por ejemplo –según mi abuelo- Julio Sosa, que según él dice le dio la mano como quien saluda a una leyenda. Justo llegábamos al tropezón y nos detuvimos en la parada del colectivo a contemplar el lugar. Un viento se puso a levantar mucha tierra y mi abuela le dijo a mi abuelo, vamos, vamos a la mierda, pedazo de bazofia, y este encendió el coche, la cuatro por cuatro, para volar a mierda (vuelo a mierda, huelo a mierda, y callate, decía mi abuelo mientras aprietaba el radiador), a toda hora máquina hasta la casa. Llegamos, nos dispersamos, nos juntamos, nos sentamos afuera, y tomamos mate mientras el abuelo escuchaba radio y la abuela trabajaba la tierra de su jardín. Dejado hoy a la mano de dios y hasta diría perdido completamente. Olvidado. Ahora yo era viejo y vivía en un asilo de ancianos y no conocía a nadie mas que una muchacha librera y el agente literario que aun me publicaba a pesar de yo seguía encaprichado en no aparecer mas públicamente.



Debería haber hecho algo. Pero haber ido hasta ahí y no ser nada mas que un recuerdo es como si fuese sido un fantasma en búsqueda de un jardin fantasmal. Era agotador. Reconocí el lugar. Pero no pude entrar. "No puedo volver. Entonces, para qué", me dije mientras estaba ahi parado en frente de la casa, y mientras volvía en el colectivo.

Estos son mis pocos recuerdos escasos y borrosos del hoy olvidado paraje El tropezón, puro olvido. La mayoría de los campos fueron loteados, como las parcelas de mis abuelos destinados a nicho. Comprendo poco y sé que apenas recuerdo el recuerdo del recuerdo del recuerdo de mis abuelos zenónicos. Pienso, ahora que soy viejo,  que tal vez haya alguien, más confundido, que piense que lo que le estoy contando son puros bolazos. Sonrío levemente con una sonrisa que me bolacea a mí también. Me digo que de las personas amables uno nunca puede olvidarse.

Confusiones. No se si volví, si fuí, ni donde estoy.

Volví en el colectivo, luego en el tren esuchando una linda y extraña canción en mi tempo en el radiotransmisor. Leí un par de poemas chinos y chilenos, y cuando llegué, me detuve en esa feria de final de pelicula que se arma al costado de las vias de bosques, con mantas al piso y muchísima voluntad. Un muy lindo lugar literario.

Sonarían cumbias a todo volumen y gritos que no oí porque tenía puestos mis auriculares. Ahora recuerdo que el radiotransmisor me transmitía paz. Hasta que un alguien me tocó el brazo.

-Hey, señor, usted es el escritor, coso.

Un muchacho rechoncho y mal vestido, dejado y con barba rala y pelo tambien ralo, me había reconocido. Un milagro. Kutruly había sido visto. Me dijo que me hacía menos alto, y luego me pidió por favor que lo siguiera, si no le firmaba un libro. Un libro que estaba leyendo sobre mi, que cosa curiosa el destino. Me volvió a pedir que lo acompañara hasta su puesto en la feria que me lo iba a mostrar. Graciosamente, era un puesto de libros. Todos desparramados sobre una manta atigrada color naranja. Es verde oscura con vivos marrones, me corrogió cuando se lo pregunté. Me volvió a reconocer, riendose "es cierto lo del daltonismo de las personas de sus novelas". Confieso que me interesó que llamara personas a los personajes de las novelitas que yo escribía. Le dije hostilmente que no recordaba nada de mis personajes y que no se engolosine con los escritos de un viejo pelotudo como yo. Me dijo que no, que de ninguna manera, que no me tire tan abajo, que segun el libro que estaba leyendo sobre mi, donde el autor parecía conocer mas de mi que yo, era un artista -asi lo decía la contratapa- que rescataba obras del tiempo, un explorador de jardines extintos. Me quedé mirando la tapa del libro en cuestión. Con dibujos japoneses. Titulado, "(mi nombre): camino divergente y torrencial caleidoscópico...una mirada a los jardines extintos del expmorador de los jardines extintos. Unas cuantas conversaciones." Noté el error de imprenta o pensé en el error como una oportunidad. Pero callé. Miré a mi nuevo personaje ralo. Por qué no olvidados, le pregunté. Cómo, me contestó como si no me estuviese prestando atención. Le repetí lo mismo, y que me refería a los jardines. Ah si, porque los jardines olvidados son los jardines perdidos, y los jardines nunca se pierden, estan siempre ahí en el mismo lugar, me dijo el muchacho ralo, con tintes filosóficos que creí reconocer de uno de los libros que tenía ahi tirado para vender. No le dije nada. Me preguntó por mis contemporáneos. Le dije que no dejara de leer los clásicos. Miré que libros tenía y los habia muy buenos. Y no tanto. Le compré uno de autoayuda muy barato. "Para regalarle a una vecina librera que a veces me invita a tomar el té", me excusé, y me pedía libros de mi biblioteca para venderlos caros, cosa que oculté. Y aclaré como buen consumidor, diciendole que ese libro no se lo iba a vender a nadie. Le pagué, le firmé el libro que otro había escrito sobre mi, y le dejé el libro de antologia de poesía que había soportado conmigo el viaje, como regalo. Nos despedimos, un muchacho bueno, el muchacho ralo, llevaba puesta una remera que decía El mató a un policía motorizado. Tal vez el google me diría que querría decir eso. No se a qué clase de persona se le ocurre poner en una remera ese nombre. Y a que clase de personas usarla.


Llegué  al geriátrico.
En el kiosco de la esquina había comprado cosas que no debía. Había una nota debajo de la puerta de mi pieza que decía: "Hoy vine a verte y no estabas, como siempre, puto viejo". Puta madre. La tendría que ir a buscar a su habitación. Me senté en la cama y saqué los cigarrillos. Necesitaba uno antes de ir. Me serví un vaso de agua, tomé la pastilla azul, y luego otro vaso de agua y empecé a tomar hasta volverme loco y enamorado...

Aparecieron las enfermeras, objetando que no se podía fumar dentro de las piezas de los internos. Creo que empecé como siempre a llamar la atención hasta que vino el enfermero sube y me aplicó una inyección para calmarme. No me preguntaron nada, y me recordaron que esto no era un hotel alojamiento o un viaje de egresados. Pedí perdón y se fueron...

Recuerdo todo como si estuviera endurecido, como si tuviera tatuajes que no puedo borrar de mi piel, escribí delirando en mi mente, recordando lo que había puesto al comienzo de aquel escrito que tenía ya mas de mil páginas. Y que andaría perdido en cualquier lado. Pensé en ir a buscarlo, o en hacer la denuncia, pero recordé que lo había perdido y eso era una buena señal para que no quede mas de nada de mis miserias que a nadie le interesaban ni le interesarían jamás, y que se vayan todos al demonio, junto con todos mis escritos. Y mis libros. Y buena parte de una vida llevada a la mismísima mierda. Al pedo.

Pero no...estaba en la cama patas arriba. No se que soñe pero fue un sueno algo ligero, bonito y frenético que desperté todo transpirado. Debía tener algo, sacar algo, voluntad. Pensé en el poema de Enrique Lihn: "un enfermo se masturba, para dar señales de vida".

Anoté en mi cabeza nuevamente que los jardines estan ahi. Como dijo el muchacho. Y que debía ir a buscarlos. Como los jardines de mis recuerdos...aunque no parezcan mios. O aunque no aparezcan. O aunque traten de ocultarse y yo de olvidarlos y no desee verlos. Para siempre.

Fui como pude, extasiado, sedado, con mucho dolor, hacia el escritorio y escribí, tal vez con una sonrisa pocas veces vista, a mano, mal, en un papel que había ahi, como pude, sobre los jardines olvidados por el viento.








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